people from the 1960s
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Diana Rona  
 
La Isla de Chiloé El largo trayecto iniciado en las orillas del lago Nahuel Huapí, tuvo como destino marcado para el desembarco, la misteriosa y mágica Isla Grande de Chiloé. Territorio de Fiuras y Traucos, modos bajo los cuales los isleños suturaban las fallas en el control sexual de sus habitantes, nombres de los padres o madres desconocidos, sitio de expiación y redención, para ausentar los pecado de sus días de lluvia. La lluvia: incesante en el invierno, vista por geógrafos foráneos como una de las profundísimas marcas en las que el clima delinea la pobreza, la exclusión, la soledad. Quizás también la locura. El arquitecto chileno Rojas escribe en las paredes del M.A.M de Castro la historia de la modernidad en las casas del Chiloé como único consuelo al terremoto de los 60, y firma su texto…”en Chiloé mientras llueve”. El verano, más seco nos ofrece la mística de sus casas de tejuelas de colores, de sus techados de madera en las que se vive casi como hace un siglo. Las calles de tierra de su primer ciudad, en la línea de la carretera Panamerican: Ancud, se desarrollan en un apacible contorneo de su bellísisma Bahía. Los interminables atardeceres a los que las noches se esmeran en llegar, pintan de rojizo las colinas de los campos cultivados minimamente, en frente de la ciudad. Allí el mar interior apacigua las furias del Pacífico al que solo llegaremos en Cucao, al borde del Parque nacional Chiloé, cerca de nuestro tercer destino: Chonchi. La ciudad de Ancud alberga como casi todas, los olores del mercado local, mercado campesino. Los pescados y mariscos se muestran en pequeñas mesas que luego se harán más amplias en su capital. Especias y algas retorcidas, se ubican en meticulosa disposición, buscando quien las compre. Chiloé es tierra de peces y algas, ellas diversas, algunas con fenomenal cabellera marítima, rubias cascadas que se retorcerán en apretados ramilletes para que la compra no se dificulte. El camino hacia el norte nos lleva, en la búsqueda de la punta, al Faro Corona. Recorrido de rutas serpenteantes. A la vera del camino las ofertas de “Curanto al Hoyo” se multiplican. Comida típica chilota que amalgama sus productos, de diverso origen, en un ámbito en que las enormes hojas de Nalca acunan mariscos, pescados, carnes de res ahumadas y chancinados. Una amplia variedad de tubérculos multicolores acompañan el plato coronado de milcados, pequeños panes de papa y chicharrones al vapor. La versión campesina los cocina en un hueco enorme en la tierra bajo el calor de piedras calientes y cubiertas de pasto y tierra. Las versiones ciudadanas, en ollas de barro, se ubican a la cabeza de la demanda culinaria local: comer curanto es una fiesta. Las continuas vueltas en nuestro camino permiten ver los secaderos de algas alechugadas que se tuestan al sol para su posterior traslado al reino nipón, principal consumidor de la diversa clase de alga chilota. La tarde ventosa empuja nuestro retorno a la ciudad luego de de ver las luces gigantes que el faro proyecta sobre el mar. Si hay algo que acomoda el desprolijo hambre de los turistas, es la generosa oferta horaria en la que se sirve la comida a demanda. Entonces nuestra merienda se convierte en pescados con una copa de vino. En nuestro regreso el Galeón Azul, obra arquitectónica enclavada en la mejor de las vistas de la ciudad, anhela su pasada gloria hotelera, aún atravesada por el abandono y el olvido de sus cuidadores. En nuestro apuro por mayor confort recalaremos mañana en la bella Hostería de Ancud, construida sobre el fuerte de la ciudad…relato de la arquitectura sesentista que se replicará en nuestro posterior y segundo destino: Castro. La carretera numerada 5 nos deja en la terminal de buses de Castro, Capital de la Isla Grande. La compañía Cruz del Sur dueña de los viajes, proporciona harta comodidad a las travesías. La llegada a Castro golpea con la sordidez de la ciudad grande. Un poco sucia y desprolija aún permite que la bellísima Catedral nos atrape la mirada. Las pequeñas chapas pintadas de color en su exterior la protegen del agua que el mar difumina en el aire y su magnífico interior íntegramente tapizado en lonjas de madera, desarrollan un estilo en el que lo étnico marca con fuego indígena a la misión cristiana. La ciudad cuenta con una expandida meseta superior en la que hormiguea una bulliciosa ciudad y con las empinadas cuestas que llevan al mar, al puerto, al bello y colorido mercado artesanal, a los palafitos de los pescadores que saciarán el interminable hambre en su extendido horario culinario. A medida que las ciudades de Chiloé se agrandan la búsqueda hotelera se dificulta. Castro sólo cuenta con su Hostería de Castro, un poco maltratada por los vientos marítimos pero en la que el buen gusto de sus creadores aún sobrevuela la amplitud de sus lugares comunes. Inmejorable su vista sobre el filo del mar; nos disuaden sus tarifas y como límite más definitivo: sus plazas totalmente colmadas. Al frente, en el otro lado de la calle, el Hostal Kolping, que recuerda en su nombre al creador de esa cadena de hoteles, nos proporciona un lugar más que bello en su locación aún cuando sus instalaciones bastante deterioradas por el descuido humano nos llevarían a no permanecer. La habitación en la que las enormes ventanas despejan las costas de Castro y sus inigualables amaneceres, acercan los innumerables graznidos de las aves del mar que vuelan incesantemente las tardes luego de sus incursiones al mar en busca de alimento. En el descenso al mar nos reencontramos con la mística chilota y dejamos atrás sus aspiraciones ciudadanas que tanto nos decepcionaron. Los palafitos, preciosas casitas de madera multicolor, casi como en los trópicos por su colorido exuberante, se apoyan en larguísimos pilotes de madera para burlar la incesante marea. A la distancias, ese asentamiento de casas sobre piernas arremangadas en el mar, proporciona a Castro un sello que la distingue. La cita del mediodía nos obliga a una difícil elección de la gran variedad de “cocinerías” que promete el puerto. Así como al descuido El Caleuche hoy nos recibe, así como mañana será Las Brisas. Los innumerables comensales que anuncian cierta calidad de sus alimentos, despejan las dudas. El menú del día alivia el precio de cada colación, en un país al que la diferencia monetaria lo convierte en sitio de difícil tránsito. Cazuela de res y un plato de fondo de pescado con papas y ensalada aseguran un éxito diario a la hora de elegir. La sobremesa de hace agradable en la visita de la vecina feria de artesanías en la que los abultados precios angostan el margen de la tentación turística de consumo: solamente una preciosa batea de madera de raulí trabajada con cincel, a mano. Luego mascullaremos durante el resto de la travesía pedestre, su enorme tamaño, indisimulable en el equipaje. La trepada del retorno en busca de un cibercafé nos desgarra los tobillos en su esfuerzo de ascenso. La plaza de Castro, rareza turística, se exhibe cercada, (en obra en plena temporada de turismo), para confirmar su inscripción en la lista de Guiness. Luego de este sitio añoraremos largamente los cafés de Castro, únicos en toda la isla. La ciudad en su pequeño centro, posee un precioso museo étnico y local, pero en las afueras se posiciona en la cima del parque industrial, el excéntrico y rústico Museo de Arte Moderno, intersección del arte de José Triviño en ésta ocasión, con una muestra maravillosa de arquitectura local. En el descenso, nos apeamos en el mercado campesino que nos maravilla con sus exóticos productos locales: se destaca la larga sección que el mercado le dedica al artesanal salmón ahumado, que no podremos consumir en nuestra pequeña mesa de la habitación hotelera. Sin embargo un sacacorchos prestado y un par de copas nos permiten prolongar el magnífico “Casillero del Diablo”, delicioso sauvignon blanc de fina factura chilena con sus notas de pomelo fresco estallando en la nariz. Nuestro recorrido costanero nos aproxima a la maravillosa ciudad de tres pisos: Chonchi. La llegada anuncia un paso que se hará costumbre: el ascenso y descenso por sus innumerables callecitas empinadas. Bordadas de antiguas viviendas centenarias en las que el tiempo asentó las virtudes de sus inalterables materiales, su espectacular presencia contagia de un clima íntimo, en el que el deseo de permanecer largamente se hace carne. Éste ya largo recorrer insular nos obliga, en su breve pero permanente incomodidad, a la búsqueda de nuestro sitio. Aún cuando la oferta hotelera es exigua, el esmero junto al deseo nos urgen al mejor de los lugares. La calle principal nos enfrenta a la bellísima iglesia de Chonchi, declarada monumento de la humanidad: exhibe sus colores amarillo y celeste pastel en su exterior, impecablemente cuidado. La ciudad señala su diferencia con la capital, confiriéndole intimidad su pequeñez y prolijidad. La recorrida hotelera nos lleva a un sitio impactante, sobre la última lomada en la que transpira el puerto salmonero sus notas de mar, La Posada del Antiguo Chalet. En una discusión sorda con el conductor que nos anuncia su indisponibilidad al turismo, nuestra insistencia es coronada por el premio de una habitación del siglo anterior, recuerdo de un pasado más luminoso y pudiente. Testimonio del eclipse de una era, son su dueña y su progenie que aunque amables, nos inquietan con su ominosa presencia. Igualmente el lugar es exuberante en su arquitectura, en ella sobrevuela una indisimulada elegancia de antaño que la hace única en su clase. La vegetación maravillosa, de múltiples especies, se aglomera incansable a la espera de una cuidadosa poda. Sus frutales y sus flores convierten este sitio pregnante de misterio en un descanso más que obligado del visitante. La mañana acorta su tránsito al mediodía y allí nos encontraremos con un reducto espectacular de la cocina chilota:”El Trébol”, que nos ubicará casi como locales frente a sus ventanas al mar. El curanto a la olla, la paila marina, el cancato de salmón, el congrio grillado en su punto exacto y el pisco sour regando nuestros atardeceres, dieron a nuestra permanencia en Chonchi el matiz que la haría inolvidable. La hermosísima costanera de Chonchi plagada de pequeñas embarcaciones, contrasta con el febril trajinar del puerto en el que la pesca de salmón, que pacientemente se “siembra” en sus aguas alejadas, obligando a una permanente limpieza de sus redes hedionas que le agregan oferta laboral al lugar. Chonchi, por último, nos muestra bajo su museo local, la vida cotidiana congelada en el diario transcurrir de las habitaciones de una casa tradicional. Obligada recorrida, que delinea, en los objetos plantados en la historia, al hombre y sus modos, que en la escena se ausenta. Nuestro viaje a Queilén, próximo pueblo costero ubicado en una península, en un microbús local de corta distancia, nos enfrentó a un tortuoso modo de viajar que utilizan la mayoría de los locales. Vehículos apiñados, donde jamás parece detenerse el ascenso de pasajeros, en colisión unos con otros bajo el sofocante calor del día. Anhelantes de una promesa geográfica que quedó como incumplida, la playita de Queilén y su pequeño faro fueron lo mejor de nuestro día. El único y mugroso hotelito de la plaza, hizo añicos nuestra estancia, la que sólo resultó posible bajo la secreta promesa de partir que el sigiente día guardaba. La siguiente y última ciudad fue Quellón. Puerto pesquero de gran envergadura para la economía isleña y puerta de salida al continente que nos recibiría después en su bonita y pequeña ciudad Chaitén. La ciudad reproduce las casas de otras geografías, quizás sin la gracias de sus antecesoras que ocuparon todo el sitio de sorpresa-de-lo-nuevo, quizás porque realmente éste último destino no ofrece demasiados atractivos, o tal vez porque la isla se hace un poco opresiva luego de diez días en ella. La espera del trasbordador que nos llevaría en un maravilloso viaje de largas horas al territorio continental, marcó las horas de los días. Si bien los pequeños y amables hotelitos de sábanas blancas y crocantes en su limpieza (que lograron barrer con el desagrado del recuerdo del anterior dormidero) fueron generosos con nuestra estancia, y las comidas eran aceptables, el ansia de recobrar la libertad de movimiento que se obtiene en tierra continental empinaba el tiempo de los días previos a la partida. El día del regreso apuró los ánimos hacia Chaitén, tal vez un gesto de ingratitud para con la maravillosa y mística Isla Grande de Chiloé, que merece un adjetivo (aún poco conocido) como su definitivo alojamiento. Diana Rona Febrero 2007 For more information :Email Bob Frassinetti. Press here to go to The Buenos Aires Art Dealer is a webzine magazine on Art, Antiques & Collectibles made or found in Argentina. The Buenos Aires Art Dealer,Argentina. Bob Frassinetti. Copyright 2005. Roberto Dario Frassinetti.
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